Jueves, Marzo 28, 2024

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Los jóvenes no pidieron nacer en esta sociedad deteriorada*

uprhuelgaVivimos   un   momento  de  la  historia  de nuestra  Nación que  reclama el  diálogo más  profundo y comprometido,  en  sus  más  diversas  formas  y posibilidades,  en  justa   correspondencia   

 

 

con la gravedad de los problemas sociales y humanos que enfrenta nuestro Pueblo de manera creciente y desde hace muchos años.

Dialogar implica intercambiar ideas y opiniones. Supone un ejercicio vital, en el que se escucha y se es escuchado con atención y respeto; significa debate y controversia y a la vez reconocimiento y rectificación. Nos debe llevar a ceder y a conceder y asimismo a aplicar el rigor más severo, la profundidad más radical y el mayor sentido posible de responsabilidad social.

El diálogo, si es honesto y transparente, desprendido y comprometido, deberá conducirnos a generar voluntad individual y colectiva de cambio y superación y será un estímulo inescapable a la lucha por una sociedad superior.

Cualquier análisis que aspire a interpretar eso que denominamos aquí “situación sociomoral de Puerto Rico”, estará obligado a reconocer primero que todo que el desgaste y deterioro ético y moral que padece la sociedad puertorriqueña es consecuencia directa de un proceso complejo y contradictorio de transformaciones económicas, decisiones y condiciones políticas y cambios desenfrenados ocurridos en la vida de nuestro Pueblo, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo veinte y hasta nuestros días, que ha impactado profundamente la razón existencial misma de Puerto Rico y los puertorriqueños.

Hay en todo esto una paradoja, que no debe pasar inadvertida: la modernidad, la tecnología, el pretendido primermundismo coexistente con la dependencia colonial y la ausencia de desarrollo verdadero, el urbanismo timoneado por los mal llamados desarrollistas que aspiran a forrar de cemento cada palmo de nuestra tierra, y la así llamada industrialización del país iniciada en las postrimerías de la década de 1940, todo ello y a pesar de lo que algunos argumenten, no nos ha conducido a la felicidad individual y colectiva.

Todo lo contrario. Más de cincuenta años después de que, por así decirlo, se pusiera la primera piedra del proceso que nos ha avasallado en lo político, económico, demográfico, cultural y social—Ley de Incentivos Industriales de 1947, Operación Manos a la Obra, ELA, emigración masiva— tenemos que reconocer que la modernidad que nos ha apantallado como si se tratara de las cuentas de colores que ofrecían los conquistadores europeos a los primeros pobladores de estas tierras, nos ha ido llevando a uno o más callejones sin salida.

Ha surgido una sociedad en la que los seres humanos valemos principalmente por los bienes materiales que poseemos—o de los que carecemos— y no por lo que somos o por lo que sabemos o sentimos; que ha elevado el consumismo a niveles de vicio crónico y desenfrenado; que ha sustituido la ética del trabajo por la ética de la vagancia, el oportunismo y la dependencia cuponera; que ha hecho de la violencia y la agresividad valores que estimulan a grandes y chicos y formas de comportamiento y de relación social normales y cotidianas, no obstante el desgarramiento social y humano que generan.

Es ésta una sociedad que ha dado rienda suelta al individualismo feroz y a la indiferencia, un individualismo que en la modernidad del automóvil y la computadora conduce a la más descarnada soledad; en la que el conocimiento y el desarrollo cultural han sido degradados al nivel de artículo opcional, siendo sustituidos por la frivolidad y la chabacanería. Una sociedad que nos ha ido conduciendo a la obesidad del cuerpo y la flaqueza del espíritu; en cuyos hogares se amontonan los enseres eléctricos o cibernéticos más sofisticados y deslumbrantes, pero no nos atrevemos a salir a la calle por miedo a que nos maten.

Es una sociedad sin norte definido, que ha sido educada en la idea falaz de que la seguridad, la felicidad y la prosperidad vienen del Norte. Es una sociedad en la que van ocupando un espacio cada vez mayor la intolerancia y la mano dura contra todo y en la que la amistad y la solidaridad van siendo conceptos folclóricos y pasados de moda.

Es una sociedad que en su materialismo vulgar y parasitario y en su individualismo insoportable se siente fuerte y poderosa, siendo en realidad patéticamente débil y vulnerable.

Claro—y es justo decirlo—esta es una sociedad en la que a la misma vez encontramos en gran parte de la población un extraordinario nivel de sensibilidad y una profunda preocupación e interés por buscar y encontrar rutas nuevas que nos conduzcan a condiciones más alentadoras.  Ese reclamo sordo está ahí, a veces imperceptible, pero siempre ahí, esperando ansioso un oído receptivo, una mano dispuesta a forjar porvenires distintos.

De manera que no podemos hacer esta reflexión desde una perspectiva fatalista e impotente, como si no hubiera remedio para nada, sino más bien desde la perspectiva de quien enjuicia en toda su crudeza la realidad existente, precisamente porque aspira a transformarla y a forjar una sociedad superior.

Pero es que además, no podemos darle el gusto de prevalecer a los fatalistas, a los promotores del caos y la infelicidad, a quienes pretenden manipularnos desde una impotencia impuesta, a quienes se obstinan en convencernos que no hay más futuro que el desfiladero.

Es por eso que estamos aquí, hoy.

En ese panorama general, los jóvenes puertorriqueños son el blanco preferido de quienes no pueden o no quieren comprender las causas profundas de la precaria situación ética y moral que atraviesa nuestra sociedad. Se vuelca sobre ellos y ellas todo tipo de acusación y estigma. Es como si cargaran con la cruz de Caín sobre la frente. Para muchos, ser joven es un delito. Son la víctima predilecta de la mano dura y la intolerancia institucional y social.

Quienes ven en los jóvenes el origen de todos los males olvidan que estos, que son nuestros hijos e hijas, nietos o sobrinos, no pidieron ni eligieron nacer en esta sociedad deteriorada. Han llegado aquí, por voluntad, por capricho o incluso contra el deseo de sus mayores cuando—después de todo—el desasosiego y la infelicidad campean hace tiempo a su antojo por todo el País.

Han llegado a esta sociedad cargada de conflictos y contradicciones, víctima de una inversión o ausencia progresiva de valores, en la que el humanismo y el amor y respeto por la vida, la naturaleza y el prójimo van siendo frases desgastadas que sólo parecen tener cabida los primeros dos o tres días después del paso de un huracán devastador o cuando una tragedia mayor nos ha golpeado.

A los jóvenes se les señala porque son improductivos, es decir, porque no generan riquezas—para otros—; porque al ser adolescentes adolecen o carecen de demasiadas cosas; por rebeldes, por resistir la domesticación; por reclamar un espacio propio para el presente, no para el futuro incierto. Se les dice que son inmaduros e incapaces y cuando se les ofrece ser la esperanza del futuro, se hace con toda la premeditación de que lleguen a la adultez, es decir al futuro, como seres inofensivos, con las alas recortadas y la voluntad castrada.

Se les criminaliza si desertan de escuelas aburridas en la que la educación no parece ofrecer seguridad existencial ni social alguna, siendo la verdadera desertora esa institución que va estando ajena a la vida real de niños y adolescentes para quienes la existencia es sobre todo incertidumbre.

Se les criminaliza si se vinculan al punto de drogas, que después de todo les ofrece a  muchos jóvenes más seguridad económica que la estructura económica legal, la misma que deja desempleados a más del cincuenta por ciento de los jóvenes entre 16 y 24 años, según cifras del Departamento del Trabajo.

Se les criminaliza si se empeñan en forjar su propia ética y su propia moral, si se colocan una pantalla aquí o allá, si se dejan el pelo largo o se colocan un tatuaje en alguna parte del cuerpo.

Se les criminaliza por ser honestos, porque se resisten a madurar a la manera hipócrita y reduccionista de sus mayores, porque se obstinan en ser seres humanos y no autómatas, por su alegría, desenfado e irreverencia.

Les ha tocado nacer, crecer y vivir en una sociedad que marcha galopantemente hacia la deshumanización en sus rasgos más esenciales. A muchos les ha tocado optar por la drogadicción, el alcoholismo o simplemente el desenchufe emocional y vital con una sociedad que no les llena sus expectativas y reclamos. Otros abandonan el País, ingresan a las fuerzas armadas o simplemente van viendo la vida pasar desde el banco de alguna plaza pública.

No son victimarios. Son las víctimas principales en el plano económico, educativo, social y existencial. Si quienes colman las prisiones por miles no llegan en promedio a los treinta años de edad; si la mayoría de quienes asesinan o son asesinados son adolescentes o jóvenes adultos; si buena parte de los usuarios a las drogas o al alcohol son desde casi niños hasta adolescentes o jóvenes adultos; si en gran medida son niños o jóvenes los llamados desertores escolares, los asaltantes y los desempleados, no les culpemos por ser jóvenes, no volquemos sobre ellos y ellas la violencia institucional, ni les estigmaticemos.

Reflexionemos por un instante cuánto tiene que ver con todo esto la pobreza material de muchos, la ausencia de un proyecto nacional que cuente con todos y a todos los considere valiosos; cuánto tiene que ver los modelos y los esquemas valorativos vacíos como fuegos fatuos, que son proyectados hasta el cansancio como el ideal de vida en la modernidad.

Pensemos y reconozcamos en qué medida es el orden social, económico y político vigente y su ética y moral espúreas y cargadas de hipocresía, lo que ha fallado y lo que requiere de una transformación urgente, profunda y radical.

¿No serán acaso los jóvenes, esos mismos a quienes tanto se criminaliza, portadores de la semilla de una ética y una moral superior, en la medida en que son proponentes potenciales o dinámicos de una sociedad superior? En lugar de achacarles la responsabilidad y la culpa por todos los males de la sociedad, ¿no resultaría más sensato y provechoso dialogar con los jóvenes, escucharles, tomar en serio sus propuestas e ideas, incluso contagiarnos de su franqueza, transparencias desenfado e irreverencia?

La experiencia que he tenido con mis hijos, con mis alumnos universitarios, con los jóvenes de la organización política a la que pertenezco y con otros con quienes he compartido en diversos escenarios de lucha social, es muy alentadora y esperanzadora. No puede menos que estimularme ver las multitudes juveniles que juntan sus alegrías y pasiones, bandera en mano, en algún acto musical o cultural.

Me provoca fascinación la manera en que esos jóvenes de hoy se han apropiado del rock, género musical que hace dos o tres décadas era símbolo de agresión cultural, y lo han transformado en un vehículo extraordinario de comunicación de masas, a través del cual nos hacen saber lo que piensan y opinan sobre tantos asuntos importantes. O cómo han creado otras formas musicales a ratos indescifrables para los adultos, otra lírica, otras maneras de moverse e interactuar, de hablar y de comunicarse cibernéticamente, en un afán incansable por ganar autenticidad, por asegurar un espacio propio en la sociedad.

Nuestros jóvenes están deseosos de dialogar también. Están necesitados de dialogar. Pero no para que se les regañe; no para que se les descalifique o para que nos burlemos o reprobemos sus ideas y sentimientos. Nuestros jóvenes, muchos de ellos, quieren ser la esperanza del futuro, pero se saben esperanza del presente y es en el presente que reclaman un espacio, por así decirlo, con voz y voto. Lo que les pueda faltar en experiencias concretas les sobra en buena voluntad, en honestidad y compromiso. Lo hemos podido constatar en la lucha por la paz en Vieques, en la defensa tenaz del ambiente y los recursos naturales, en su presencia combativa en luchas estudiantiles y comunales, en sus éxitos deportivos y culturales, En fin, en numerosos escenarios y situaciones.

Lo que nuestros jóvenes están pidiendo no son medidas demagógicas, como el cambio de edad para ser apto a tal o cual cargo político, o para poder tomarse una cerveza “legalmente”.

No es un asunto de cronología, de almanaques o de edades relativas. Se trata del tipo de sociedad que han producido unos que alguna vez fueron jóvenes, que sin duda produjo cambios trascendentales en nuestras vidas como Pueblo, pero que ya da señales inequívocas de su inutilidad. Se trata, después de todo, de reflexionar sobre la necesidad de transformar un estado de cosas progresivamente antiético e inmoral que afecta, no sólo a nuestros jóvenes, sino a la generalidad de los habitantes de esta tierra. En ese esfuerzo, nuestros jóvenes tienen mucho que decir y aportar.

Para que eso pueda suceder, tiene que darse un profundo proceso democratizador en las relaciones entre todos los seres humanos que conformamos este Pueblo. La democracia participativa y directa verdadera tiene que ser práctica cotidiana en la familia, en la escuela, en la universidad, en la comunidad, en el centro de trabajo y en cada lugar.

No nos llamemos a engaños. Una ética y una moral superiores y plenas serán posibles sólo como resultado de una transformación a fondo de este modelo social, que desde hace demasiado tiempo se muestra incapaz de ofrecer otra cosa que lo que conocemos y que tanto nos decepciona.

El primer gran paso de esa ética y esa moral superiores consiste precisamente en reconocer la naturaleza del presente y sus causas, y la posibilidad de un futuro diferente. Vamos forjando este esquema de valores de alto contenido humano, al ir construyendo la nueva sociedad.

Esa nueva ética y esa nueva moral, de la cual muchos de nuestros jóvenes son abanderados, a pesar de lo que algunos puedan pensar u opinar, deberá estar fundada en la solidaridad y la democracia participativa, en el estudio y el trabajo, en la fraternidad, en el amor a la vida y al conocimiento, en la voluntad de construir y producir para beneficio de todos y muy en especial, será una manifestación de libertad en el sentido más alto de la palabra.

Así que, no sólo es injusto lanzar sobre nuestra juventud la responsabilidad del deterioro ético y moral que prevalece en esta sociedad decadente al comenzar el siglo veintiuno, sino que en todo caso debemos contar con los jóvenes como protagonistas principales en cualquier intento serio por transformar esta sociedad y elevar la calidad de vida en general; y quién sabe si ello acaso, deba estar precedido por una disculpa de los mayores por la sociedad tal maleada que le están entregando.

Reconozcamos, finalmente, que más allá del grado de responsabilidad real o ficticia que se asigne a un sector o grupo social, ética y moral no son sino manifestaciones de tipos determinados de ordenamientos sociales. La ética, la moral y los principios no surgen por generación espontánea, sino que sintetizan valores predominantes en una u otra sociedad. El deterioro ético y moral, por lo tanto, es fiel reflejo del deterioro social general.

Falta ver aún con cuánta voluntad contamos, cuánta es nuestra disposición para agarrar el toro por los cuernos, cuán dispuestos estamos a no conformarnos con la denuncia superficial. La crítica al deterioro moral y ético puede ser, después de todo, una tarea poco complicada. Lo complejo, lo que es una prueba de fuego, es lanzarse a la lucha por la transformación social que genere una ética y una moral superiores.

Seamos jóvenes, rejuvenezcamos nuestro pensamiento y nuestra acción. Disipemos las brechas generacionales que nos fragmentan y distancian. Si a alguien hubiera que criminalizar, criminalicemos a un modelo social que da muestras claras de decadencia e incapacidad. Forjemos todos y todas, más allá de diferencias generacionales y de otro tipo, esa nueva ética y moral, que es como decir ese nuevo País, esa nueva Nación.

*Versión revisada (2010) de la ponencia presentada originalmente el 19 de febrero de 1999, en el “Segundo Diálogo sobre la situación sociomoral en Puerto Rico”, auspiciado por la Universidad Interamericana de Puerto Rico, Recinto Metropolitano. Mantiene una gran vigencia en la actualidad.

Fundación Juan Mari Brás

 

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