Escrito por Alejandro Torres Rivera / Presidente CAAPR
En los pasados días ha salido a la luz pública las conversaciones sostenidas por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, sobre el nivel futuro de intervención y presencia de su país en la guerra que viene librando hace casi 16 años en Afganistán. De hecho, se trata de la guerra más larga en la cual ha participado Estados Unidos a lo largo de su historia. La misma surge como respuesta de Estados Unidos al ultimátum dado por el presidente George W. Bush al gobierno del Talibán tras los alegados ataques del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono.
El 11 de septiembre de 2001 millones de seres humanos a lo largo de todo el planeta vieron con horror las escenas dantescas provocadas por los choques de aviones cargados de pasajeros y combustible, estrellados con todo su poder de destrucción, contra dos símbolos ignominiosos del poder imperialista mundial. Las Torres Gemelas del World Trade Center en la ciudad de Nueva York, representaban para los atacantes el símbolo del poder financiero de Estados Unidos, que en el interés de maximizar sus ganancias económicas, había condenado a la pobreza, el hambre, la desnutrición y la muerte a cientos de millones de seres humanos en el mundo. El edificio del Pentágono en la ciudad de Washington, por su parte, constituía el símbolo del poderío militar de la potencia mundial que históricamente ha destruido estados políticos; derrocado gobiernos, encubierto asesinos; sometido a millones de seres humanos a políticas genocidas de bloqueo económico; librado guerras de agresión contra pueblos en vías de desarrollo; entrenado torturadores en sus escuelas militares; inhibido las ansias de liberación, independencia, soberanía y auto determinación de las naciones; y finalmente, apropiado en muchos casos de los recursos naturales de otros pueblos.
Sin embargo, estaría ausente en esta enumeración una razón en la cual se unen estos dos objetivos. Para los atacantes, estos factores financieros y militares habían servido de sostén y apoyo al estado de Israel. Para los fundamentalistas, Estados Unidos y el estado de Israel son enemigos del Islam, infieles responsables del genocidio contra el pueblo de palestino.
Luego de tales sucesos, por primera vez en su historia contemporánea, en suelo continental, el pueblo estadounidense sufrió en carne propia el flagelo de este mal, llamado terrorismo.
Los actos dirigidos por los autores de dichos atentados pretendieron despertar un sentido de solidaridad favorable hacia ellos bajo el supuesto equivocado de que los objetivos que se atacaban de por sí eran capaces de ganar el apoyo y la solidaridad de los pueblos en lucha contra el imperialismo. Perdieron de perspectiva, sin embargo, que las causas por las cuales los pueblos luchan, cuando son justas, no se dirigen jamás contra la población indefensa, aún de aquella perteneciente al país que con su conducta haya podido haber causado sufrimientos y desgracias a otros. Por eso, los ataques cometidos el 11 de septiembre en Estados Unidos, merecen repudio y condena.
Tras los sucesos, Bush ofreció un mensaje al pueblo estadounidense en el cual demandó del gobierno afgano la entrega de Osama Bin Laden y de los dirigentes de Al Qaeda y el cierre permanente, sujeto a inspección dentro del territorio afgano, de los presuntos campamentos de entrenamiento utilizados por organizaciones terroristas. En el discurso, además, hizo un llamado a la guerra contra Al Qaeda, indicando que la misma no cesaría hasta el aniquilamiento total de esta organización y sus dirigentes, anunciando de paso que sería la primera gran guerra del Siglo 21, donde a diferencia de las anteriores, se utilizarían todos los medios diplomáticos, todas las herramientas de inteligencia, todos los instrumentos de interdicción policiaca, todas las influencias financieras y todos los armamentos disponibles. En efecto, por espacio de más de una década y media el gobierno de Estados Unidos ha funcionado dentro de esa agenda trazada.
En el caso de Afganistán las operaciones militares directas comenzaron el 7 de octubre de 2001 bajo el nombre inicial de ¨Operación Justicia Infinita¨, la cual luego cambió de nombre por ¨Operación Libertad Duradera¨. Ya para el 13 de noviembre de 2001 se proclamaba por primera vez la victoria al ser ocupada la capital del país, Kabul. Sin embargo, al filo de los pasados años y tras varios anuncios por más de un presidente sobre la victoria de Estados Unidos sobre el Talibán, el hecho es que al día de hoy las fuerzas del Talibán mantienen su control absoluto sobre el 40% del territorio mientras en el 60% restante existe una constante batalla por su control entre fuerzas afganas respaldadas por Estados Unidos y la OTAN frente al Talibán.
Para finales de 2001, la coalición de la OTAN encabezada por Estados Unidos llegó a alrededor de 100 mil tropas. Una década después de la intervención militar de Estados Unidos, el Departamento de la Defensa informaba a mediados de febrero de 2012 una cifra de muertos que excedía el número de 1,776, mientras el número de heridos era de 15,322. Al presente el número asciende a más de 2,350 y el de los heridos a más de 20,095.
El involucramiento de Estados Unidos en Afganistán, junto a otras actividades militares como son la ¨Operation Iraqi Freddom¨; la Operation New Dawn¨, desarrollada en varios países del Medio Oriente y Asia Central; la ¨Operation Inherent Resolve¨, también en países del Medio Oriente; y la ¨Operation Freedom´s Sentinel¨, desarrollada en Afganistán, han tenido como resultado, al 24 de agosto de 2017, un total de 6,936 muertes entre el personal estadounidense y 52,613 heridos. A estos habría que sumar las bajas de otro personal militar proveniente de los países de la OTAN que han participado de estos esfuerzos de guerra, entre ellos España, Francia y Alemania.
Se indica que en la reunión llevada a cabo en Camp David, donde participaron Trump y sus asesores, se contemplaron varios escenarios que incluyeron la retirada total de Estados Unidos de Afganistán; aumentar levemente su presencia mediante apoyo aéreo y fuerzas de tierra; o incluso, llevar a cabo o repetir con sus correspondientes ajustes, el experimento desarrollado en Iraq de delegar las funciones que corresponden a las fuerzas armadas de Estados Unidos a compañías privadas, responsables por la contratación de miles de exsoldados como mercenarios, como parte de un proceso de privatización de la guerra. Al presente el empresario Erik Prince ha ofrecido el envío de 5,500 mercenarios para que trabajen con las fuerzas armadas del gobierno afgano brindándoles asesoramiento y entrenamiento.
Se indica, también, que dentro de las opciones, se discutió la ampliación de las operaciones militares estadounidenses en países limítrofes con Afganistán como es el caso de Paquistán, donde encuentran santuario combatientes afganos pastunes, así como también los casos de India y la República Islámica de Irán. El contingente militar reconocido por el gobierno de Estados Unidos en Afganistán asciende en estos momentos a 8,500 soldados. El aumento que algunos asesores estarían sugiriendo es de 3,900 efectivos adicionales.
En el caso de Donald Trump, aunque por diferentes razones, sus posiciones sobre la guerra en Afganistán tienden a coincidir con las de Barack Obama. Por ejemplo, a pesar de que hace apenas unas semanas Trump indicaba no entender el por qué su país llevaba por tanto tiempo ¨enfangado en un país tan remoto¨, más adelante expresó estar considerando opciones militares en Afganistán, que incluyen una ampliación de la presencia militar de Estados Unidos. En el caso de Obama, mientras durante su campaña presidencial para un primer término se expresaba en contra de una presencia indefinida de Estados Unidos en Iraq, en el caso de Afganistán, se refería a la situación de la permanencia militar en ese país como una ¨guerra de necesidad¨, a los fines de evitar la desestabilización en países vecinos. El raciocinio de Trump, sin embargo, no es la desestabilización de otros países, sino el interés económico de Estados Unidos por los recursos de estos países.
La realidad es que al igual que en la Roma Imperial era parte de la cultura del imperio que cada gobernante, una vez llegado al poder, ampliara a través de la guerra y el control de otros pueblos su influencia en el mundo entonces conocido subyugando a otros pueblos o reinos; así también ha sido la tradición en Estados Unidos desde su misma fundación, donde cada presidente ha pretendido pasar a la historia y ser recordado por su pequeña o gran guerra. En esto no se han diferenciado los presidentes demócratas de los republicanos.
La discusión en torno al futuro de la presencia estadounidense en Afganistán no puede, sin embargo, desvincularse de lo que viene ocurriendo en estos momentos en otros lugares en Asia Central o en el Medio Oriente, particularmente en Iraq y Siria frente al desarrollo de ISIS. Allí en esos lugares también se desarrolla una guerra en la cual cada vez más Estados Unidos extiende sus garras imperiales plagando a los pueblos que la sufren de dolor, destrucción y hambre. Ese modelo también se replica en el norte de África con el drama de Libia, como también lo podemos identificar en otros países del continente africano. Más cerca aún de nuestra realidad, es la telaraña que hoy teje Estados Unidos en sus amenazas contra el hermano pueblo venezolano y su revolución, donde ya no solo está presente la organización de una oposición interna para echar abajo el gobierno constitucional del presidente Nicolás Maduro, sino la soberbia imperial expresada en amenazas de sanciones e intervención militar.
La experiencia histórica de América Latina es que Estados Unidos nunca ha renunciado a considerar la región como su patio trasero y sus países como fuentes para la extracción de materias primas, control financiero por parte de sus entidades y consorcios bancarios, o como una zona estratégica para la ampliación de su mercado y control geopolítico.
La doctrina militar estadounidense hace ya cerca de dos décadas sufrió una gran transformación donde su eje está centrado en la realidad de que Estados Unidos pueda llevar a cabo en forma simultánea dos o más intervenciones militares a escala mundial. Nada impediría en estos momentos, salvo la oposición de los pueblos en lucha, que el presidente Trump se planteara desarrollar la presencia militar de su país en Asia Central y el Medio Oriente a la vez que comience a dar pasos más profundos en cuanto a una intervención militar contra la República Bolivariana de Venezuela. En la capacidad de resistencia del pueblo venezolano y nuestra solidaridad, está la base disuasiva a la voracidad hegemónica imperial hacia nuestros pueblos.
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