7 de mayo de 2021
Hace años Puerto Rico dejó de ser la vitrina de Estados Unidos para América Latina. Más de dos décadas han transcurrido desde el fracaso del intento de continuar presentando nuestro país como una “vitrina de la democracia” para el resto de América Latina. El papel político asignado por Estados Unidos a Puerto Rico poco a poco se fue desplazando, al calor del fin de la llamada Guerra Fría y la reasignaciones de funciones militares al Comando Sur de los Estados Unidos, a la guerra contra el narcotráfico y la llamada emigración ilegal. El remate al modelo colonial y sus supuestas ventajas económicas ante Estados Unidos se vino abajo tras el inicio de los tratados de libre comercio de este país con el resto de América del Norte y su expansión hacia América del Sur y los países de la cuenca del Caribe.
La construcción de la nueva vitrina de la democracia, sin embargo no desapareció, sino que se comenzó a construir de inmediato en Colombia. Era necesario entonces cambiar aquellas perspectivas que el propio Estados Unidos había creado a través de la promoción de juntas militares y gobiernos de extrema derecha, que a nivel de cada país latinoamericano, desarrollaban su propia guerra fría contra el comunismo y la implantación de modelos neoliberales. Un componente fundamental en la nueva estrategia de dominación se desarrolló a partir del denominado Plan Colombia, país donde desde varias décadas atrás, se mantenían unas estructuras guerrilleras de izquierda, principalmente las FARC-EP y el ELN en lucha contra el gobierno.
Luego de miles de millones de dólares en apoyo militar y económico a la oligarquía colombiana, y el uso del país como nueva plataforma de avance contra procesos revolucionarios de corte civil, como el iniciado por Hugo Chávez en Venezuela tras su triunfo electoral, o del desarrollo de la revolución ciudadana en Ecuador; o de la revolución impulsada por Evo Morales en Bolivia; como también los avances democráticos en Brasil, Chile y Argentina, el fortalecimiento de la presencia político-militar de Estados Unidos en Colombia se hizo todavía más necesaria a sus propios intereses geopolíticos.
Sin embargo hoy, aquella hegemonía de la derecha en Colombia al final de la primera década del siglo XXI y al comienzo de la segunda, comienza a exhibir una perspectiva de cambio social y político distinto. Hoy la vitrina construida comienza a resquebrajarse aunque sin que aún podamos aún aventurarnos a indicar cuando caerá al suelo.
Bajo el título de Arde Colombia, la página electrónica de OtraMirada de 5 de mayo de 2021 señalaba que en los días recientes en Colombia, producto de movilizaciones y protestas sociales:
“Veintiséis fallecidos, casi un millar de heridos, 761 detenidos, diecisiete casos de pérdidas en los ojos, nueve denuncias de violación sexual, no menos de 56 desaparecidos son los datos aportados por una entidad de defensa de los derechos humanos en Colombia (Lanz, ONG Temblores).”
Se trata de datos recopilados a partir del 28 de abril cuando comenzaron las manifestaciones populares en dicho país en protesta por las medidas de austeridad, represión y choque social y económico, impuestas por el derechista gobierno de Iván Duque.
Relata el artículo publicado por el docente universitario John Freddy Gómez y la abogada Camila Andrea Galindo en América Latina en Movimiento (www.alainet.org), que la movilización popular desatada en las principales ciudades de Colombia, incluyendo 600 de los 1100 municipios, que las misma retoman “el receso generado por la Pandemia del COVID-19 que llegó al país en el mes de marzo de 2020 y que atenuó las movilizaciones que se presentaban desde el 21 de noviembre de 2019” donde se exigía” (a) la implantación plena de los Acuerdos de Paz negociados entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP); (b) la extensión de la educación gratuita, de calidad universal y humanista en todos los niveles de enseñanza; (c) reformas que garantizaran la plena satisfacción de los derechos del pueblo; (d) garantías democráticas ante un gobierno sostenido por la violencia, a su vez ilegítimo e ilegal. A lo anterior puede sumarse el reclamo por la responsable atención por parte del Estado colombiano de la salud del pueblo ante los embates de la pandemia.
El escrito detalla un conjunto de factores económicos también presentes en estas nuevas movilizaciones populares:
(a) la reducción en el acceso de la población más pobre a la alimentación, lo cual se manifiesta en el hecho de que de un 68% de la población que accedía antes a tres comidas diarias, hoy tiene acceso sólo a dos comidas y en otro 10% de los hogares, hoy sólo se tiene acceso a una comida diaria;
(b) la escalada en el desempleo, donde hoy el desempleo oficial ronda el 14.2% de la fuerza de trabajo, concentrándose tal desempleo en jóvenes y mujeres, mientras la economía informal se aproxima a un 60% devengando cerca de una octava parte de los recursos económicos necesarios para atender o suplir la canasta básica alimentaria, la cual se integra, entre otros productos, los huevos, carne, pescado, café y la sal.
Indican los autores que al presente en Colombia 21 millones de personas viven en pobreza y pobreza extrema, habiendo incrementado en el último año la primera en 3.6 millones de personas y 3.1 la segunda; es decir, en cualquiera de los renglones, casi al equivalente o en exceso del total de población que nos certifica el censo en Puerto Rico para el presente año. El índice de pobreza en Colombia es un ingreso de 327 mil pesos mensuales, lo que equivale a $93.00. Aquellos que viven en extrema pobreza tienen un ingreso promedio mensual menor a $135,00 pesos o menor a 500,000 pesos colombianos por hogar.
Para hacernos una idea de lo que hablamos cuando nos referimos a la “canasta familiar” frente a la realidad del ingreso, una docena de huevos solamente podría tener un costo que exceda los 3,500 pesos colombianos.
La situación que disparó el gatillo de las movilizaciones populares en Colombia fue, a principios del mes de abril, la “Reforma Fiscal Solidaria Sostenible”, así denominada por el gobierno de Duque, la cual impone, entre otras medidas las siguientes:
(a) tasas impositivas de 19% a los productos de la canasta familiar;
(b) impuestos a la renta a personas que ganan más de 2.5 millones de pesos colombianos;
(c) facultades extraordinarias al presidente de la República por seis meses donde podría enajenar, restructurar o unificar entidades y empresas estatales;
(d) la imposición de 19% de impuestos a los servicios públicos domiciliarios;
(e) aumentos en la gasolina;
(f) rigurosa austeridad en el gasto social; y
(g) la congelación de los salarios de los empleados públicos por espacio de 5 años.
Para los puertorriqueños, se trata de la misma “receta amarga” que impuso la administración de Luis Fortuño y el CAREF; que luego fuera seguida al pie de la letra por Alejandro García Padilla y las recomendaciones del Informe Krueger, y que finalmente, fueran también impuestas por el gobierno de Ricardo Rosselló con las leyes Núm. 3-2017, 4-2017; 8-2017 y 26-2017.
De acuerdo con el escrito de Pedro Santana Rodríguez igualmente publicado por América Latina en Movimiento (www.alainet.org), bajo el título La protesta masiva en Colombia en medio de la pandemia, a la fecha del inicio de las movilizaciones el país ya había sufrido más de 87,313 muertos a consecuencia de la COVID-19, una de las más altas a nivel global cuando se estima a partir de un cálculo por cada millón de habitantes.
En el manejo de las protestas sociales por parte del gobierno colombiano, se ha recurrido a la mano dura activando organismos especializados represivos y utilizando personal de las fuerzas armadas en la represión de los manifestantes. Para ello, el Estado se ha valido de la Rama Judicial donde una magistrada del Tribunal Superior de Cundinamarca, previo al inicio de las movilizaciones, ordenó la suspensión, bajo el pretexto de proteger a la ciudadanía de la COVID-19, las actividades públicas colectivas de expresión.
Bajo las disposiciones de la Constitución de Colombia, en su Artículo 37, se indica:
“Toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente. Solo la ley podrá establecer de manera expresa los casos en los cuales se podrá limitar el ejercicio de este derecho.”
En su fallo, la magistrada decreta una moratoria a las marchas y manifestaciones hasta tanto se logre la llamada “inmunidad del rebaño” ante la pandemia de la COVID-19 en el contexto de un país donde viven 50.34 millones de habitantes. Asumir tal premisa, donde apenas se ha vacunado el 5% de la población, implicaría al ritmo en que se lleva a cabo el proceso de vacunación, en el mejor de los casos, una moratoria de las actividades de expresión como marchas o protestas públicas hasta finales del año 2022.
Encuestas realizadas entre la ciudadanía apoyan las movilizaciones y protestas en las calles contra el gobierno. Las protestas han dado como resultado la reciente orden emitida por el presidente Duque dejando sin efecto, en lo inmediato, la llamada reforma fiscal.
La situación en Colombia ha conllevado la denuncia del gobierno de Duque y el llamado al cese de la represión. Incluso desde lugares como Estados Unidos y países de la Unión Europea el reclamo ha sido el mismo. Después de todo, Colombia es el modelo que gobernanza que tales países interesan proyectar a escala global como antítesis del gobierno en la República Bolivariana de Venezuela. Por esto no sorprende escuchar de parte de voceros de la Unión Europea, haciendo el llamado al gobierno de Duque, de “evitar el uso desproporcionado de la fuerza”; o de la Oficina de la ONU para los Derechos Humanos, denunciando a los cuerpos de seguridad por “el uso excesivo de la fuerza”.
Sin embargo, a pesar de la justificación que un llamado de tal naturaleza tendría en la presente coyuntura, también son estos países los que mantienen, total o parcialmente, su silencio ante la realidad que ha vivido Colombia. Son innumerables las denuncias sobre las desapariciones constantes y permanentes de líderes comunitarios inmersos en las luchas de sus comarcas, donde desde noviembre de 2016, ya suman más de mil las personas asesinadas. Es de notar, además, que luego de los Acuerdos de Paz, al menos 267 excombatientes de las FARC-EP han sido asesinados, y donde las desapariciones, torturas y secuestros de luchadores, continúan siendo la orden del día.
Vanessa Morales Castro, en artículo publicado en América Latina en Movimiento (www.alainet.org) el pasado 5 de abril, nos indica que uno de los elementos que habrá que considerar a la hora de analizar los recientes sucesos en Colombia es que la “política colombiana se ha caracterizado históricamente por mantener las formas institucionales, mientras que ha sostenido un orden político, social y económico con violencia estatal y paraestatal, especialmente en las áreas rurales. Sin embargo, hace algunos años el país ha asistido a una creciente movilización de los sectores urbanos, que habían vivido alejados del conflicto armado. Algunos de estos sectores han comenzado a movilizarse en respaldo a los Acuerdos de Paz, en contra del abuso policial y las políticas como el fracking. Estas protestas han permitido una articulación de sectores urbanos y rurales, lo que ha significado una completa novedad, pues históricamente el país ha vivido en una fragmentación geográfica y social que hoy parece comenzar a borrarse.”
Ahora bien, no deja de herir la retina cuando leemos declaraciones como las del expresidente y delincuente Álvaro Uribe, clamando desde su cuenta en Twitter, por el uso de “fuerza letal” contra quienes participan de las movilizaciones populares. Para Uribe, su llamado es uno alegadamente justificador para evitar el vandalismo en las principales ciudades del país, los cuales indica, generan terrorismo y miedo entre los ciudadanos. Apoyándose en este tipo de llamado y como caja de resonancia, su heredero Iván Duque, como presidente de Colombia, ha ordenado al ejército “garantizar el abastecimiento, la movilidad, el derecho al trabajo y la seguridad en el territorio nacional”, convirtiéndose así en una excusa para los actos de represión indiscriminada que al presente de llevan a cabo contra los manifestantes en las calles de las principales ciudades de Colombia.
Como siempre, el fantasma de la lucha guerrillera, del comunismo, aparece en el discurso de los representantes de la oligarquía colombiana enquistada en las estructuras del gobierno. Sus testaferros en las fuerzas armadas y en la policía han estado prestos a inculpar por las protestas, alegando son criaturas de su propaganda, organización y ejecución, a las organizaciones político-militares como las FARC-EP y el ELN. Igualmente extienden la responsabilidad a nivel político a otras organizaciones de izquierda.
Diego Molano, Ministro de Defensa de Colombia, ha indicado hipócritamente que lamenta la “muerte de todas las personas que han estado en las manifestaciones y que por producto de la acción criminal de los vándalos han perdido su vida.” Señala que Colombia enfrenta una amenaza terrorista, de parte de organizaciones criminales que están detrás de los actos violentos y que empañan la protesta pacífica cuando son las propias fuerzas armadas las que están reprimiendo al pueblo colombiano en las calles. Se trata, según él, de “actos premeditados, organizados y financiados por grupos de las disidencias de las FARC y el ELN.”
Es este el discurso habitual de los sectores de derecha al cual estanos habituados. Sin embargo, lo cierto es que más allá de tal discurso, en Colombia, la situación social y económica irremediablemente conducirá a un estallido mayor de lucha e inconformidad social con al régimen oligárquico presente. Tomará aún tiempo el advenimientos de los cambios. Lo que es inevitable es que más temprano que tarde los cambios llegarán.
Columnas
- La elección del Donald Trump
- Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 2024 condenando el Bloqueo a Cuba
- Las elecciones presidenciales en Uruguay: el Frente Amplio se enfrenta al Partido Nacional en una segunda vuelta
- La XVI Cumbre del BRICS realizada en la Federación de Rusia
- El “Conflicto” y el “Cambio”: retos y transformaciones de lucha ante la ofensiva neoliberal del capital