Escrito por Julio A. Muriente Pérez / Copresidente del MINH
No le echemos la culpa a la Naturaleza si no llueve. No la criminalicemos si bajan los niveles de agua en el lago Carraízo o en el río La Plata. Ella no tiene nada que ver con el racionamiento. Estamos ante un problema social, no natural. Mejor comencemos por ver qué hemos hecho como sociedad con el extraordinario recurso natural denominado agua.
Los embalses, que se supone sean los almacenes que nos garanticen agua permanentemente, están llenos de sedimento en por lo menos un cincuenta por ciento de su capacidad de acomodo. Cuando nos hablan de una capacidad de 40 o 50 metros, en realidad la mitad de esos metros son lodo, tierra, piedra. Ese sedimento proviene de las partes altas, que han sido deforestadas en nombre del progreso, eliminando la capa vegetal protectora del suelo que son los árboles, las hojas y las raíces.
Al desnudar el suelo, éste es azotado por la lluvia. Las capas fértiles son arrastradas corriente abajo, hasta que tropiezan con la cortina de la represa; y allí se acumulan, ocupando el lugar correspondiente al agua. En vez de almacenes de agua, son almacenes de tierra.
Pero como la Naturaleza nos ha provisto de agua en abundancia, la que nos queda ha sido suficiente para saciar la sed. Y para desperdiciarla. Al punto de que más del cincuenta por ciento del agua potable -limpia, tratada, en la que hemos invertido recursos- se pierde por las miles de roturas con las que hemos convivido por décadas. No hay pueblo o comunidad donde no haya un tubo roto. Es una hemorragia total.
Añadamos a este cuadro desgraciado la contaminación que va deteriorando de forma irreversible el agua de ríos, lagos y quebradas. Y la del subsuelo. Por ejemplo, las aguas subterráneas del área norte -acuífero Aimamón- se han ido salinizando, es decir esterilizando, debido al uso abusivo de las mismas, ya sea con el hincado de pozos, por el poblamiento desaforado de regiones como Barceloneta-Manatí-Vega Baja-Vega Alta, o por los millones de galones de agua que contaminan diariamente las farmacéuticas localizadas en esos pueblos.
¿Resultado? No ahorramos. Malgastamos. Dañamos. Derrochamos. Desperdiciamos. Y luego, no tenemos. Ahora estamos implorando para que la Naturaleza se apiade de nosotros.
Curiosamente, por mucho tiempo los comentaristas del tiempo en radio y televisión, se han dedicado a meternos en la cabeza la idea absurda del buen tiempo y el mal tiempo, cuando lo que existe es simplemente el tiempo. Ni bueno ni malo. Y se refieren al “mal tiempo” cuando se anuncia lluvia. Se lamentan si cae un aguacero porque pareciera que estamos hechos de papel o de jabón. Nos dicen que si tenemos algo que hacer en la calle aprovechemos la mañana pues en la tarde lloverá. Y le dan gracias a Dios si hace sol. Parece que de niños nunca se bañaron en el aguacero.
Ahora resulta que andamos prendiendo velas a ver si aparecen las vaguadas y hasta los huracanes, cargados de alguna lluviecita. Pero le exigimos puntería. Que llueva sobre Carraízo. Como si fuera cosa de la Naturaleza el desmadre urbano, la destrucción de los bosques, la contaminación de los acuíferos o la incapacidad de tener tuberías que no sean regaderas.
Hace falta algo más que lluvia. Hace falta una poca de humildad y menos soberbia. Que nos reconozcamos Naturaleza primero que todo. Que recordemos que nuestros cuerpos son agua en dos terceras partes. Que no podemos hacer lo que nos plazca con el entorno natural. Porque la Naturaleza, implacable, nos pasa factura.
Y luego, no sabemos qué hacer.
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