Escrito por José E. Rivera Santana / MINH
Tres fueron los objetivos principales de la ley Promesa. Primero, mediante el Título III, garantizar un proceso ordenado para que los acreedores pudieran cobrar parte de sus bonos y préstamos que hicieron al gobierno y a las corporaciones públicas. Segundo, proteger al Tesoro de Estados Unidos de cualquier reclamación de los bonistas, derivada de la deuda de Puerto Rico (Ley Promesa, SEC. 210) y, tercero, evitar comprometer un solo centavo de los contribuyentes estadounidenses en la “atención” de la crisis fiscal (Paul Ryan, El Nuevo Día, 13 de abril de 2016). Por eso la ley no contiene ninguna medida de desarrollo económico y ningún paquete de “ayuda” financiera.
Hoy, a 18 meses de haber sido constituida la Junta, quedan pocas dudas de la inefectividad de su gestión y de la inexistencia de cualquier atisbo que pudiera considerarse como un resultado positivo para el pueblo puertorriqueño. Así lo confirma la certificación e imposición del “nuevo” Plan de Ajuste Fiscal y su lista larga y dura de medidas de austeridad, acompañadas además, por el desmantelamiento de la institucionalidad pública.
Al final del camino, los datos, premisas y gráficas que contiene el Plan, revelan que no habrá crecimiento y mucho menos desarrollo, a pesar de que parten del escenario positivo, improbable, de la Junta. De hecho, a partir de los próximos dos años fiscales, la tasa de crecimiento del Producto Nacional Bruto se cae y regresa a su condición recesiva.
En el ínterin, sin embargo, el sufrimiento aumentará. Sobre 300 mil pensionados serán más pobres, los trabajadores perderán parte de sus salarios, beneficios y derechos. La Universidad de Puerto Rico habrá sido esencialmente desmantelada, los servicios públicos languidecerán en su insuficiencia, el medioambiente natural será amenazado por la virtual desaparición del sistema de permisos, entre otras consecuencias devastadoras. Mientras, a contrapelo, la Junta de Control Fiscal anuncia cándidamente que los gastos de consultores y bufetes y de la propia entidad ascenderán a cerca de $1,500 millones, pagados con el dinero del pueblo puertorriqueño. Esta última cifra es igual o más inmoral que el monto de la deuda.
Si el problema principal es la ausencia de desarrollo económico, la ley Promesa y la Junta de Control Fiscal representan hoy el obstáculo principal para avanzar en esa dirección. Hasta el propio gobernador Ricardo Rosselló lo reconoció cuando expresó un tiempo atrás, refiriéndose al ente federal: “…si no tiene instrumentos de desarrollo económico, va a fracasar”. (El Nuevo Día, 16 de noviembre de 2016). El problema se agrava y se torna antagónico porque la Junta fue investida por el Congreso con poderes y funciones por encima del gobierno de Puerto Rico, con una clara agenda de austeridad y huérfana, por diseño, de mandato y capacidad para articular políticas de desarrollo económico.
En su actuación, el Congreso optó por la peor de las alternativas y dejó a nuestro pueblo sin salidas que no sea rechazar y retar a la Junta y a la ley que la impuso. Lo cual requiere forzar al Congreso a negociar con el pueblo puertorriqueño otras soluciones en las que, claramente, el Congreso y el gobierno estadounidense tienen que asumir la responsabilidad por el descalabro económico que ellos han fomentado para beneficiar a sus empresas y a su propia economía.
Por su parte, conviene que el gobernador cumpla su palabra de renunciar a implantar el Plan de Ajuste Fiscal recién certificado. Sería un primer paso para confrontar políticamente al Congreso. Una Junta sin bueyes es un simple adorno.
A nuestra gente, a los diversos sectores sociales que componemos el pueblo puertorriqueño, nos corresponde articular la movilización y la presión en la calle para desafiar el Plan draconiano de la Junta y pasar a ser protagonista en esta hora crucial de nuestra historia.
(El Nuevo Día)
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