Escrito por Julio A. Muriente Pérez / Copresidente del MINH
La agricultura es más que una actividad económica. Es, en un sentido profundo, un acto de amor y de continuidad de nuestro ser individual y colectivo.
Ese extraordinario invento —agri-cultura, cultura de la tierra— representa uno de los saltos más importantes en el desarrollo de la Humanidad, que permitió trascender la condición de nomadismo y propiciar el sedentarismo y el desarrollo social.
Nuestra población indígena tuvo en la agricultura una importantísima fuente de alimentación. Hasta que el 19 de noviembre de 1493 aparecieron los conquistadores europeos. A partir de entonces, la tierra fue fuente de riqueza para los españoles.
Puerto Rico fue convertido en una plantación azucarera, tras la ocupación estadounidense en 1898.
Como antes para los españoles, para éstos la tierra constituyó la fuente principal de enriquecimiento, sobre todo durante las primeras cinco décadas del siglo veinte. Por cuatrocientos cincuenta años, la agricultura permitió el enriquecimiento de unos y otros. Se apreciaban nuestros suelos y, siempre en función de intereses externos, se estimulaba la actividad agrícola.
El tipo de agricultura impuesto desde 1898 generó miseria a gran parte de nuestro pueblo. El recuerdo triste que las generaciones siguientes tienen de aquella época son “El jibarito” de Rafael Hernández y el Monumento al Jíbaro enclavado en las montañas de Cayey.
En la década de 1940 se decidió estimular la emigración masiva hacia Estados Unidos. Se promovió la sustitución de la monoproducción azucarera por una economía de enclave industrial. Ello representó una declaración de guerra a la agricultura y a la tierra, en nombre del “progreso” y el “desarrollo”. Se inició un proceso de destrucción de nuestro entorno geográfico, que dura hasta el presente. Se fue desarraigando a generaciones enteras del amor a la tierra como fuente de riqueza.
La tierra ha sido convertida en mercancía, que se siembra de cemento y brea, de urbanizaciones y centros comerciales. Hoy la agricultura representa menos del dos por ciento de la actividad económica. Más del ochenta y cinco por ciento de cuanto consumimos es importado. Carecemos de poderes para proteger nuestra producción agrícola. Aplican leyes estadounidenses que permiten que se saturen los mercados con productos importados. Para generaciones enteras es como si los alimentos nacieran o se hicieran en las góndolas de los supermercados.
Puerto Rico ubica en el Trópico de Cáncer, región de la energía y la vida, donde crece y se reproduce prácticamente toda planta y todo animal. Nuestro suelo es fértil; poseemos agua en abundancia; la energía solar nos acompaña permanentemente. El problema, entonces, no es geográfico, edafológico, hidrológico, energético o climático. Es político.
La destrucción del suelo fértil aleja la viabilidad de un modelo económico autosustentable y eficiente, en el que la tierra y la agricultura sean columnas principales. Defender nuestro suelo de los mercaderes y los desarrollistas es un asunto de vida o muerte. No hacerlo implica resignarnos a la dependencia y al parasitismo externo.
Debemos esforzarnos para que prevalezca un sentido de armonía y coexistencia, a partir de la premisa de que los humanos somos primero que todo naturaleza frágil y vulnerable. Que todo ciudadano comprenda y valore el hecho de que cada producto con el que se alimenta proviene de la tierra.
Tenemos que exigir la creación de un plan nacional de uso de terrenos que garantice la protección de los suelos agrícolas, donde se produzca todo cuanto seamos capaces de producir para consumo nacional y exportación. Tenemos que luchar cada día para que se vaya haciendo realidad el Puerto Rico del porvenir. Si no luchamos por nuestra patria material hoy, no habrá patria alguna en el futuro.
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