Escrito por Julio A. Muriente Pérez / Copresidente del MINH
«Lo más inquietante de Donald Trump no son sus expresiones racistas. Tampoco la arrogancia del típico burgués que se ha enriquecido a costa del trabajo de otros. Ni el desprecio que muestra a cada instante contra los latinoamericanos. Lo que más debe preocuparnos es la enorme cantidad de personas que piensan como Trump en Estados Unidos.»
No hay país en la historia mundial en el que el racismo
haya tenido un papel tan importante y
durante tanto tiempo como en los Estados Unidos.
Howard Zinn
La otra historia de los Estados Unidos
Lo más inquietante de Donald Trump no son sus expresiones racistas. Tampoco la arrogancia del típico burgués que se ha enriquecido a costa del trabajo de otros. Ni el desprecio que muestra a cada instante contra los latinoamericanos.
Lo que más debe preocuparnos es la enorme cantidad de personas que piensan como Trump en Estados Unidos. Lo más peligroso es que Trump se ha convertido en el portavoz de un importante sector de esa sociedad, que muestra su intolerancia por el número indetenible de “no blancos” que van poblando ese país. Lo más escandaloso es la impunidad con la que este sujeto agrede verbalmente, amenaza, insulta y hace lo que le viene en gana, mientras muchos poderosos e influyentes en esa nación le ríen las gracias y lo celebran.
Las insolencias de Donald Trump no se dan en el vacío. Vienen acompañadas de numerosos asesinatos y agresiones contra ciudadanos afrodescendientes cometidos durante los pasados años; de la construcción de un muro en la frontera con México y de ataques contra todo aquel que no sea White Anglosaxon Protestant (WASP).
No es un problema reciente. Sus raíces se remontan en la historia de Estados Unidos. El racismo y el discrimen étnico, cultural y nacional se han convertido en una suerte de idiosincrasia de esa sociedad; una infección que prevalece a pesar de una guerra civil y de interminables luchas en las calles y ciudades, de montañas de leyes e innumerables víctimas inocentes.
Es un asunto que nos concierne a los puertorriqueños y puertorriqueñas, sobre el cual no podemos ser indiferentes. Nuestra población emigrante ha sufrido en carne propia y por décadas el atropello racial, la discriminación cultural-nacional y la explotación económica en Estados Unidos. Los sufrimientos han sido muchos. Las injusticias, incontables.
Ahora, cuando más de cuatro millones de boricuas radican en Estados Unidos, no es exagerado decir que la seguridad de estos compatriotas está en entredicho. Máxime cuando se anticipa que ese mismo partido Republicano del que Trump es figura central, ganará las elecciones de 2016. Quiere decir que de aquí a poco más de un año el racismo y la fanfarronería serán gobierno en Estados Unidos, irrespectivamente de que Trump sea o no el candidato presidencial de dicho partido.
Resulta difícil entender cómo hay algunos anexionistas—como Luis Fortuño o Jennifer González, por ejemplo-- que se proclaman Republicanos, a sabiendas del desprecio que nos tienen, de lo retrógradas que son y sobre todo de lo peligrosos y amenazantes que han demostrado ser.
Ese mismo Trump es quien se ha hecho dueño de muchas de las mejores tierras del litoral del municipio de Río Grande, convertidas en lugares exclusivos para ricos extranjeros.
Es cierto que no todos los estadounidenses piensan ni actúan como Donald Trump. Que muchos recienten su soberbia y no discriminan contra nadie por razón alguna; que el pueblo estadounidense lo conforma mucha gente buena, incluso víctima de los abusos de ricachones como Trump. Esos son nuestros amigos y aliados.
El problema es que el racismo, la xenofobia y el discrimen de todo tipo se propagan a diestra y siniestra en una sociedad como esa, que se ha forjado por siglos en la cultura de la desigualdad y la supremacía racial.
Por eso a Donald Trump y a quienes piensan como él hay que atacarlos de frente, sin titubeo, con absoluta firmeza. Denunciarlo como la lacra neofascista que es.
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