Escrito por Julio A. Muriente Pérez / Catedrático UPR-RP
Estuve recientemente en Colombia, invitado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), para asistir al Congreso en el que esa organización se transformó en un partido político. Esa trascendental decisión forma parte de los acuerdos de paz suscritos por la guerrilla de las FARC-EP y el gobierno colombiano, que dieron fin al conflicto armado iniciado hace 53 años.
Más de mil doscientos exguerrilleros y combatientes clandestinos, en calidad de delegados y delegadas de miles de miembros y afiliados de la guerrilla, se reunieron en un centro de convenciones de Bogotá durante una semana, para analizar, discutir y aprobar los documentos constitutivos y programáticos de la nueva organización, incluyendo el nombre y el símbolo de la misma. Asimismo, se realizó la elección de los ciento once hombres y mujeres que desde entonces conforman la Dirección Nacional de dicho partido, bautizado Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC).
Para gran parte de los delegados y delegadas era la primera vez en sus vidas que estaban en la capital colombiana. Se trata de campesinos que solo han conocido la montaña, donde han nacido, vivido y combatido por mucho tiempo.
Si impactante fue la experiencia de participar como invitado internacional en este Congreso -incluyendo el privilegio de formar parte del comité de escrutinio en la elección de la Dirección Nacional del FARC- igualmente impactante fue asistir al acto de masas celebrado en la Plaza Bolívar para la presentación oficial del nuevo partido, el viernes primero de septiembre. Decenas de miles de personas, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, se apiñaron en ese emblemático lugar capitalino, para celebrar el singular evento, escuchar numerosos grupos musicales y recibir el mensaje de los dirigentes del FARC.
Me resultó evidente que, contrario a lo que suele pensarse desde afuera, la guerrilla de las FARC-EP ha cultivado una importante base social de apoyo, tanto en el campo como en la ciudad. Apoyo que deberá multiplicarse en esta nueva coyuntura política y social, donde la guerrilla se ha transformado en un partido político legal y abierto.
Los profundos y ancestrales conflictos provocados por la desigualdad económica, la violencia indiscriminada del estado y la injusticia social no desaparecen tras la firma de los acuerdos de paz. Más bien fueron la causa primera de que surgiera la lucha armada hace medio siglo. Se mantienen en Colombia representantes de grandes intereses a los que no les interesa la paz; mucho menos se tragan el surgimiento victorioso de un partido político resultante de la transformación de la guerrilla que odian a muerte, que ha tenido la osadía de venir a constituirse y a festejar su nacimiento nada menos que en el corazón mismo del país, en Bogotá.
Encabezados por el expresidente Álvaro Uribe, la extrema derecha colombiana, los paramilitares y la oligarquía reaccionaria harán todo cuanto puedan, no solo para frustrar el desarrollo del nuevo partido, sino por liquidar cualquier asomo de paz en Colombia.
De manera que el gran reto comienza ahora. La reinserción de miles de exguerrilleros y sus familias a la vida legal tiene que respetarse y apoyarse. Al FARC, cuyo símbolo escogido en el Congreso fundacional es una rosa roja, deberá garantizársele todas las condiciones correspondientes en esta nueva situación política. Asimismo a la vida e integridad de sus dirigentes. Todavía hay cientos de exguerrilleros en prisión. Todavía el dirigente guerrillero Simón Trinidad permanece en una cárcel de Estados Unidos. Todavía la condición socioeconómica de miles de excombatientes y sus familias es precaria, como pude constatar en la visita que hicimos a una de estas nuevas comunidades creadas para el proceso de transición.
La paz digna y justa en Colombia debe ser una aspiración de todos y todas. Ello se ha reafirmado con la visita del papa Francisco a Colombia, pocos días después de celebrado el Congreso fundacional del FARC.
Esa debe ser también nuestra aspiración. (El Vocero)
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